Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano (Fragmento))
Animula, vagula, blandula
hospes comes que corporis
quae nunc abibis in loca
pallidula, rigida, nudula,
nec, ut soles, dabis iocos...
Pequeña alma, blanda,
errante
huésped y amiga del
cuerpo
dónde morarás ahora
pálida, rígida,
desnuda,
incapaz de jugar como
antes...
La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida; pero ya no es facilidad lo que busco. Pequeña imagen enfurruñada y voluntariosa, tu sacrificio no ha enriquecido mi vida sino mi suerte. Su cercanía restablece como una estrecha complicidad entre nosotros; los vivientes que me rodean, los servidores abnegados y a veces inoportunos, no sabrán jamás hasta qué punto el mundo ha dejado de interesarnos. Pienso con repugnancia en los negros símbolos de las tumbas egipcias: el seco escarabajo, la momia rígida, la rana de los partos eternos. De creer a los sacerdotes, te he dejado en ese lugar donde los elementos de un ser se desgarran como una vestidura usada de la cual tiramos, en esa siniestra encrucijada entre lo que existe eternamente, lo que fue y lo que será. Puede ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida. Pero desconfío de todas las teorías de la inmortalidad; el sistema de retribuciones y de penas deja frío a un juez que conoce la dificultad de juzgar. Por otra parte también me sucede encontrar demasiado simple la solución contraria, la nada, el hueco vacío donde resuena la risa de Epicuro. Observo mi fin: esta serie de experimentos sobre mí mismo continúa el largo estudio iniciado en la clínica de Sátiro. Hasta ahora las modificaciones son tan exteriores como las que el tiempo y la intemperie hacen sufrir a un monumento cuya materia o arquitectura no se alteran; a veces creo percibir y tocar a través de las grietas el basamento indestructible, la toba eterna.
Soy el que era; muero sin cambiar. A primera vista el robusto niño de los jardines de España, el oficial ambicioso que entra en su tienda sacudiendo de sus hombros los copos de nieve, parecen tan aniquilados como lo estaré y o cuando hay a pasado por la pira; pero sin embargo están ahí, soy inseparable de ellos. El hombre que clamaba abrazado a un muerto sigue gimiendo en un rincón de mí mismo, pese a la calma más o menos humana de la que y a participo; el viajero encerrado en el enfermo para siempre sedentario se interesa por la muerte puesto que representa una partida. Esa fuerza que fui parece todavía capaz de instrumentar muchas otras vidas, de levantar mundos. Si por milagro algunos siglos vinieran a agregarse a los pocos días que me quedan, volvería a hacer las mismas cosas y hasta incurriría en los mismos errores; frecuentaría los mismos Olimpos y los mismos Infiernos. Una comprobación semejante es un excelente argumento en favor de la utilidad de la muerte, pero al mismo tiempo me hace dudar de su total eficacia.
Durante ciertos periodos de mi vida he tomado nota de mis sueños, para discutir su significación con los sacerdotes, filósofos y astrólogos. La facultad de soñar, amortiguada desde hacía años, me ha sido devuelta en estos meses de agonía; los incidentes de la vigilia parecen menos reales y a veces menos importunos que mis sueños. Si ese mundo larval y fantástico, donde lo vulgar y lo absurdo pululan con mayor abundancia aun que en la tierra, nos ofrece una idea de las condiciones del alma separada del cuerpo, sin duda pasaré mi eternidad lamentando el exquisito dominio de los sentidos y la ajustada perspectiva de la razón humana. Sin embargo me sumerjo con cierta dulzura en esas vanas regiones de los sueños; por un segundo aprehendo ahí ciertos secretos que no tardan en escapárseme y bebo en las fuentes. Hace unos días estaba en el oasis de Amón, la tarde de la caza del león. Me sentía feliz, y todo ocurrió como en los tiempos en que era dueño de mi fuerza: herido, el león se desplomó, para levantarse nuevamente mientras y o me precipitaba para rematarlo. Pero esta vez mi caballo, encabritándose, me tiró al suelo; la horrible masa ensangrentada rodó sobre mí y sus garras me desgarraron el pecho; desperté en mi aposento de Tíbur pidiendo socorro. Hace muy poco volví a ver a mi padre, en quien sin embargo pienso pocas veces. Estaba acostado en su lecho de enfermo, en una habitación de nuestra casa de Itálica, de la cual me marché apenas hubo muerto. Tenía sobre la mesa una ampolla conteniendo una poción calmante, que le supliqué me entregara. Antes de que tuviera tiempo de responderme, desperté.
Me asombra que la mayoría de los hombres tema tanto a los espectros, siendo que tan fácilmente aceptan hablar con los muertos en sus sueños. También los presagios se multiplican; ahora todo parece una intimidación, un signo. Acaba de caérseme y hacerse trizas una preciosa piedra grabada que llevaba engastada en una sortija; un artista griego había trazado en ella mi perfil. Los augures mueven gravemente la cabeza; en cuanto a mí, lamento la pérdida de esa purísima obra maestra. Me ocurre hablar de mí mismo en pasado; mientras discutía en el Senado ciertos acontecimientos ocurridos con posterioridad a la muerte de Lucio, se me trabó la lengua y mencioné repetidamente esas circunstancias como si hubieran tenido lugar después de mi propia muerte. Hace unos meses, el día de mi cumpleaños, al subir en litera la escalinata del Capitolio me di de boca con un hombre de luto que lloraba; vi cómo mi viejo Chabrias palidecía. En aquel entonces y o seguía saliendo para cumplir en persona mis funciones de sumo pontífice, de hermano Arval, y celebrar los antiguos ritos de la religión romana que he terminado por preferir a la mayoría de los cultos extranjeros. Estaba de pie ante el altar, pronto a encender el fuego, y ofrecía a los dioses un sacrificio en pro de Antonino. De pronto la porción de la toga que me cubría la frente resbaló hasta caerme sobre el hombro, y quedé con la cabeza descubierta, pasando así de la condición de sacrificador a la de víctima. En realidad es justo que me toque el turno. Mi paciencia da sus frutos. Sufro menos, y la vida se vuelve casi dulce. No me enojo y a con los médicos; sus tontos remedios me han condenado, pero nosotros tenemos la culpa de su presunción y su hipócrita pedantería; mentirían menos si no tuviéramos tanto miedo de sufrir. Me faltan las fuerzas para los accesos de cólera de antaño; sé de buena fuente que Platorio Nepos, a quien mucho quise, ha abusado de mi confianza; pero no he tratado de confundirlo y no lo he castigado. El porvenir del mundo no me inquieta; y a no me esfuerzo por calcular angustiado la mayor o menor duración de la paz romana; dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en su justicia que no es la nuestra, ni tengo más fe en la cordura del hombre; la verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas: el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros.
Chabrias se inquieta ante la idea de que un día el pastóforo de Mitra o el obispo cristiano se instalen en Roma y reemplacen al sumo pontífice. Si por desgracia llega ese día, mi sucesor al borde del ribazo vaticano habrá dejado de ser el jefe de un círculo de afiliados o de una banda de sectarios, para convertirse a su turno en una de las figuras universales de la autoridad. Heredará nuestros palacios y nuestros archivos; no será tan diferente de nosotros como podría suponerse. Acepto serenamente esas vicisitudes de la Roma eterna.
Los medicamentos y a no actúan; la inflamación de las piernas va en aumento, y dormito sentado más que acostado. Una de las ventajas de la muerte será estar otra vez tendido en un lecho. Ahora me toca a mí consolar a Antonino. Le recuerdo que desde hace mucho la muerte me parece la solución más elegante de mi propio problema; como siempre, mis deseos acaban por realizarse, pero de manera más lenta e indirecta de lo que había supuesto. Me felicito de que el mal me hay a dejado mi lucidez hasta el fin; me alegro de no haber tenido que pasar por la prueba de la extrema vejez, de no estar destinado a conocer ese endurecimiento, esa rigidez, esa sequedad, esa atroz ausencia de deseos. Si no me equivoco en mis cálculos, mi madre murió aproximadamente a la edad que tengo hoy ; mi vida ha durado la mitad más que la de mi padre, muerto a los cuarenta años. Todo está pronto; el águila encargada de llevar a los dioses el alma del emperador se halla lista para ser empleada en la ceremonia fúnebre. Mi mausoleo, en cuya techumbre plantan y a los cipreses destinados a formar una pirámide negra en pleno cielo, estará terminado a tiempo para el transporte de las cenizas todavía tibias. He rogado a Antonino que haga llevar luego las de Sabina; descuidé ofrecerle a su muerte los honores divinos, que después de todo le corresponden, y no estaría mal que se reparara ese olvido. Y quisiera que los restos de Elio César sean colocados junto a mí. Me han traído a Bayas; con los calores de julio el viaje fue penoso, pero respiro mejor a orillas del mar. La ola repite en la playa su murmullo de seda frotada y de caricia; disfruto todavía de los prolongados atardeceres rosa. Pero sólo sostengo esas tabletas para dar ocupación a mis manos, que se mueven a pesar de mí. He mandado buscar a Antonino; un correo sale hacia Roma a galope tendido. Resonar de los cascos de Borístenes, galope del Jinete Tracio… El reducido grupo de los íntimos se reúne junto a mí. Chabrias me da lástima; las lágrimas no van bien con las arrugas de los ancianos. El hermoso rostro de Celer está, como siempre, extrañamente tranquilo; me cuida aplicadamente, sin dejar traslucir nada que pudiera agregarse a la inquietud o a la fatiga de un enfermo. Pero Diótimo solloza, hundida la cabeza en los almohadones. He asegurado su porvenir; como no le gusta Italia podrá realizar su sueño de volver a Gadara y abrir allí, junto con un amigo, una escuela de elocuencia; nada perderá con mi muerte. Y sin embargo sus frágiles hombros se agitan convulsivamente bajo los pliegues de la túnica; siento caer sobre mis dedos esas lágrimas deliciosas. Hasta el fin, Adriano habrá sido amado humanamente.
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…