Clarice Lispector (Evolución de una Miopía)


Si era inteligente, no lo sabía. Ser inteligente o no dependía de la inestabilidad de los demás. Algunas veces lo que él decía despertaba de repente en los adultos una mirada satisfecha y astuta. Satisfecha, por guardar en secreto el hecho de encontrarlo inteligente y no mimarlo; astuta, por participar más que él mismo de aquello que había dicho. Así, pues, cuando era considerado inteligente, tenía al mismo tiempo la inquieta sensación de inconsciencia: algo se le había escapado. La llave de su inteligencia también se le escapaba. Porque a veces, tratando de imitarse a sí mismo, decía cosas que irían por cierto a provocar nuevamente el rápido movimiento en el tablero de damas, pues ésta era la impresión de mecanismo automático que tenía él de los miembros de su familia: al decir algo inteligente, cada adulto miraría con rapidez al otro, con una sonrisa claramente suprimida de los labios, una sonrisa apenas indicada con los ojos, «como nosotros sonreiríamos ahora, si no fuésemos buenos profesores», y como en una cuadrilla de baile de película del far west, cada uno habría de algún modo cambiado de pareja y lugar. En suma, ellos se entendían, los miembros de su familia; y se entendían a costa suya. Fuera de entenderse a costa suya, se desentendían permanentemente, pero como una nueva forma de bailar una cuadrilla: incluso cuando se desentendían, sentía que estaban sometidos a las reglas de un juego, como si hubieran concordado no entenderse.
A veces, pues, él intentaba reproducir sus propias frases exitosas, las que habían provocado
movimiento en el tablero de damas. No era precisamente para reproducir el éxito anterior ni
precisamente para provocar el movimiento mudo de la familia. Sino para tratar de apoderarse de la llave de su «inteligencia». Con todo, en el intento de descubrir leyes y causas, hablaba. Y al repetir una frase exitosa, era recibido esa vez por la distracción de los otros. Con los ojos pestañeando de curiosidad, al comienzo de su miopía, se preguntaba por qué una vez conseguía mover a la familia, y otra vez no. ¿Su inteligencia era juzgada por la falta de disciplina ajena?
Más tarde, cuando sustituyó la inestabilidad de los otros por la propia, entró en un estado de
inestabilidad consciente. Cuando hombre, mantuvo el hábito de pestañear de repente ante el propio pensamiento, al mismo tiempo que fruncía la nariz, lo que sacaba de lugar los anteojos, expresando con ese tic una tentativa de sustituir el juicio ajeno por el propio, en una tentativa de profundizar la propia perplejidad. Pero era un niño con capacidad de estática: siempre había sido capaz de mantener la perplejidad como perplejidad, sin que ella se transformara en otro sentimiento. Que su propia clave no la tenía él, eso, niño aún, se acostumbró a saberlo, y daba guiños que, al fruncirle la nariz, sacaban de su lugar los anteojos. Y que la clave no la tenía nadie, eso lo fue adivinando poco a poco sin ninguna desilusión, su tranquila miopía le exigía lentes cada vez más gruesos.
Por extraño que parezca, fue justamente por obra de ese estado de permanente incertidumbre y por obra de la prematura aceptación de que nadie tiene la clave, fue a través de todo eso como fue creciendo normalmente, y viviendo en serena curiosidad. Paciente y curioso. Un poco nervioso, decían, refiriéndose al tic de los anteojos. Pero «nervioso» era el nombre que la familia daba a la inestabilidad de juicio de la propia familia. Otro nombre que la inestabilidad de los adultos le daba era el de «bien educado», el de «dócil». Dando así un nombre no a lo que él era, sino a la necesidad variable del momento. Una que otra vez, en su extraordinaria calma de anteojos, sucedía dentro de él algo brillante y un poco convulsivo como una inspiración. Fue, por ejemplo, cuando le dijeron que dentro de una semana iría a pasar un día entero a la casa de una prima. Esa prima estaba casada, no tenía hijos y adoraba a los niños. «Día entero.» Incluía almuerzo, merienda, cena, y volver casi dormido a casa. Y en cuanto a la prima, la prima significaba amor extra, con sus inesperadas ventajas y una incalculable prisa, y todo daría lugar a que pedidos extraordinarios fueran atendidos. En casa de ella, todo lo que él era tendría por un día entero un valor garantizado. Allí, el amor, más fácilmente estable por ser de sólo un día, no daría oportunidad a inestabilidades de juicio: durante un día entero sería considerado el mismo niño. En la semana que precedió al «día entero», comenzó por tratar de decidir si sería o no natural con la prima. Procuraba decidir si ya de entrada diría algo inteligente, lo cual resultaría que durante el día
entero sería considerado inteligente. O si haría, de entrada mismo, algo que ella juzgase «bien educado», lo cual haría que durante el día entero fuera el bien educado. Tener la posibilidad de elegir lo que sería y, por primera vez durante un largo día, lo hacía enderezar los anteojos a cada instante. Poco a poco, en la semana precedente, el círculo de posibilidades se fue ensanchando. Y con la capacidad que tenía de soportar la confusión —era minucioso y tranquilo en relación con la confusión—, terminó descubriendo que hasta podría arbitrariamente decidir ser por un día entero un payaso, por ejemplo. O que podría pasar ese día de un modo muy triste, si así lo decidiera. Lo que lo tranquilizaba era saber que la prima, con su amor sin hijos y sobre todo con la falta de práctica de lidiar con chicos, aceptaría el modo decidido por él sobre cómo debería ser juzgado. Otra cosa que lo ayudaba era saber que nada de lo que él fuese durante aquel día iría realmente a alterarlo. Pues prematuramente —se trataba de un niño precoz— era superior a la inestabilidad ajena y a la propia inestabilidad. De algún modo flotaba sobre la propia miopía y la de los otros. Cosa que le daba mucha libertad. A veces tan sólo la libertad de una incredulidad tranquila. Incluso cuando se hizo hombre, con lentes muy gruesos, nunca llegó a tomar conciencia de esa especie de superioridad que tenía sobre sí mismo.
La semana anterior a la visita a la prima fue de anticipación continua. Algunas veces su estómago se oprimía aprensivo; es que en aquella casa sin niños estaría totalmente a merced del amor sin selección de una mujer. «Amor sin selección» representaba una estabilidad amenazadora: sería permanente, y por cierto concluiría en un único modo de juzgar, y eso era la estabilidad. La estabilidad, ya entonces, significaba para él un peligro: si los otros equivocaran el primer paso de la estabilidad, el error se haría permanente, sin la ventaja de la inestabilidad, que es la de una corrección posible. Otra cosa que lo preocupaba de antemano era lo que haría el día entero en casa de la prima, además de comer y ser amado. Bueno, siempre estaría la solución de poder, de vez en cuando, ir al baño, lo que haría pasar el tiempo más rápido. Pero con la práctica de ser amado, ya de antemano se avergonzaba de que la prima, una desconocida para él, encarase con infinito cariño sus idas al baño. De un modo general el mecanismo de su vida se había vuelto motivo de ternura. Bueno, también era verdad que, en cuanto a ir al baño, la solución podía ser la de no ir ninguna vez al baño. Pero no sólo sería, durante un día entero, irrealizable, sino que —como él no quería ser considerado «un niño que no va al baño»— eso tampoco representaba ventaja. Su prima, estabilizada por el permanente deseo de tener hijos, tendría, en la no ida al baño, una pista falsa de gran amor.
Durante la semana que precedió al «día entero», no es que él sufriera con las propias
tergiversaciones. Pues el paso que muchos no llegan a dar, él ya lo había dado: había aceptado la incertidumbre, y luchaba con los componentes de la incertidumbre con la concentración de quien examina a través de las lentes de un microscopio.
A medida que durante la semana las inspiraciones ligeramente convulsivas se sucedían, éstas fueron gradualmente cambiando de nivel. Abandonó el problema de decidir qué elementos daría a la prima para que ella, a su vez, le diese temporalmente la certeza de «quién era él». Abandonó esas reflexiones y pasó a querer previamente decidir sobre el olor de la casa de la prima, sobre el tamaño del pequeño patio del fondo donde jugaría, sobre los cajones que abriría mientras ella no viera. Y, finalmente, entró en el campo de la prima propiamente dicha. ¿De qué manera debía encarar el amor que la prima le tenía? Sin embargo, había descuidado un detalle: la prima tenía un diente de oro, del lado izquierdo. Y fue eso —al entrar por fin en la casa de la prima—, fue eso lo que en un solo instante desequilibró toda la construcción anticipada. El resto del día podría llamarse horrible, si el niño tuviera la tendencia a poner las cosas en términos de horrible o no horrible. O podría llamarse «deslumbrante», si él fuera de los que esperan que las cosas sean o no.
Estaba el diente de oro, con el cual no había contado. Pero, con la seguridad que encontraba en la idea de una imprevisibilidad permanente, tanto que hasta usaba anteojos, no se volvió inseguro por el hecho de encontrar ya desde el comienzo algo con lo que no había contado.
En seguida, la sorpresa del amor de la prima. Es que el amor de la prima no empezó por ser
evidente, al contrario de lo que él había imaginado. Ella lo había recibido con una naturalidad que inicialmente lo ofendió; pero poco después no lo había ofendido más. Ella en seguida dijo que iba a arreglar la casa y que él podía jugar. Lo que le dio al niño, así de golpe, un día entero vacío y lleno de sol.
Allá a las quinientas, limpiando los anteojos, intentó, aunque con cierta imparcialidad, el golpe de inteligencia e hizo una observación sobre las plantas del fondo. Pues, cuando hacía en voz alta una observación, era considerado muy observador. Pero su fría observación sobre las plantas recibió en respuesta un «eso eso», entre golpes de escoba en el piso. Entonces fue al baño, donde decidió que, ya que todo había fracasado, jugaría a «no ser juzgado»: durante un día entero no sería nada, simplemente no sería. Y abrió la puerta en un arranque de libertad. Pero, a medida que el sol subía, la presión delicada del amor de la prima fue haciéndose sentir. Y cuando él se dio cuenta, era un amado. A la hora del almuerzo, la comida fue puro amor equivocado y estable: bajo los ojos tiernos de la prima, él se adaptó con curiosidad al gusto extraño de aquella comida, tal vez una marca de aceite de oliva diferente se adaptó al amor de una mujer, amor nuevo que no se parecía al amor de los otros adultos: era un amor pidiendo realización, porque a la prima le faltaba la gravidez, que ya es en sí un amor materno realizado. Pero era un amor sin la previa gravidez. Era un amor pidiendo, a posteriori, la concepción. En fin, el amor imposible.
El día entero el amor exigiendo un pasado que redimiera el presente y el futuro. El día entero, sin una palabra, ella exigiendo de él que hubiese nacido en su vientre. La prima no quería nada de él, sino eso. Quería del niño de anteojos que ella no fuese una mujer sin hijos. Ese día, pues, él conoció una de las raras formas de estabilidad: la estabilidad del deseo irrealizable. La estabilidad del ideal inalcanzable. Por primera vez, él, que era un ser destinado a la moderación, por primera vez se sintió atraído por lo inmoderado: atracción por lo extremo, imposible. En una palabra, por lo imposible. Y por primera vez tuvo entonces amor por la pasión. Y fue como si la miopía pasara y él viese claramente el mundo. La visión más profunda y simple que tuvo de la especie de universo en que vivía y donde viviría. No una rápida visión de pensamiento. Fue tan sólo como si se hubiera quitado los anteojos, y justamente la miopía fuese lo que lo hiciera ver con dificultad. Tal vez fue a partir de entonces cuando adquirió una costumbre para el resto de la vida: cada vez que la confusión aumentaba y él veía poco, se quitaba los anteojos con el pretexto de limpiarlos y, sin las gafas, miraba al interlocutor con una fijeza reverberada de ciego.

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