Álvaro Cepeda Samudio (Hoy Decidí Vestirme de Payaso)



Hoy decidí vestirme de payaso. Me he puesto unos grandes zapatones de caucho y me he pintado la cara de rojo y de blanco. Cuando atravesé el estrecho corredor de arena la sentí rebotar debajo de  mis  zapatones  y  tuve  la  agradable  sensación  de  sentirme  payaso.  Todos  estaban  ya  en  el redondel  cuando  entré  y  no  me  han  mirado  siquiera.  Estaban  esperando  que  yo  llegara  para comenzar,  pero  no  me  han  dicho  nada.  Cuando  fui  a  ocupar  mi  puesto  he  pasado  frente  al domador que está todavía tratando de pegar una melena de papel amarillo a sus leones de cartón. Y  ahora  estoy  entre  los  demás  payasos, los  payasos  de  verdad,  y  yo  que  sólo  estoy  vestido de payaso, me confundo entre ellos y nadie podría decir cuál de nosotros es el menos verdadero. La marcha comenzó a sonar y con un movimiento lleno de gracia y soltura salió el director quitándose el sombrero  y  haciendo  malabares  con  un  bastón  negro. Todos  hemos  comenzado  a  movernos alrededor  de  la  pista.  Nosotros  salimos  corriendo  y  nos  mezclamos  con  los  demás  como estorbándolos. Parece que yo me  he excedido porque  al tirarle  la cola a uno de los leones  se me ha quedado en las  manos una borla suave de lana amarilla. El domador me amenazó con el látigo y los payasos me han mirado con asombro por debajo de sus mascaras de colores.

Todos  están  serios,  pero  a  medida  que  se  van  acercando  a  las  primeras  silletas,  las  sonrisas comienzan a aparecer hasta que están completas en los rostros, como si fueran un trozo más de pintura blanca y roja.

Desde  que  sonaron  los  primeros  cascos  sobre  la  pista  la  muchacha  ha  comenzado  a  sonreír mientras salta de un caballo a otro. Los payasos se han metido entre los caballos y saltan imitándola con ademanes grotescos. Yo he querido hacer lo mismo, pero tengo miedo de asustar a los  caballos  y  romper  la  sonrisa  de  la  muchacha.  El  director,  que  para  todo  usa  ademanes graciosos, ha hecho sonar un silbato y los payasos han salido corriendo hacia el pasadizo y la han dejado sola en el centro de la pista con sus dos caballos. Yo no he querido salir, pero otro payaso, el de  la  gran  nariz  morada,  ha  venido  a  sacarme  dándome  pequeños  escobazos  que  suenan con gran estrepito. Sin embargo, yo quiero ver a la muchacha y no fui a meterme detrás de las cortinas como lo han hecho todos. A la muchacha se le han caído los palos con que hacia malabares y yo he corrido al centro del redondel y los he recogido para entregárselos. Ella me miró asombrada pero no dijo nada y los hombres con casacas rojas de  militar han entrado y me  han sacado de  la pista otra  vez.  Otra  vez  ha  salido  el  director  con  su  silbato  y  mientras  la  muchacha  sale  al  galope montada sobre sus dos caballos los payasos han entrado corriendo. Yo he salido detrás de ellos y ahora los veo dispersarse en la pista y hacer cabriolas. Yo me he quedado quieto, pues quiero ver cómo hacen los demás payasos para hacerlo yo también. El de la nariz morada le está diciendo al que tiene un sacoleva negro y unos calzoncillos amarrados a los tobillos: “¿A que no sabes de que están hechas las nubes?” El payaso gordo, que tiene las ropas llenas de globos de colores revienta uno  y  dice:  “De  caramelo  blanco”.  Todos  los  payasos  lo  persiguen  y  le  dan  escobazos.  Yo me acerco al de  la nariz morada y le digo:  “Las nubes  están hechas de  la  espuma que  usa San Pedro para afeitarse las barbas. Eso lo saben todos y es una tontería preguntarlo”. Todos los payasos se vuelven hacia mí y me miran con rabia. A mí  ha comenzado a cansarme esta forma que tienen de mirarme cuando hago algo que ellos creen que no está bien. Por esto me he salido de la pista y he venido a buscar a la muchacha de los caballos.

Al  pasar  frente  a  los  hombres  de  las  casacas  rojas,  éstos  se  vuelven  hacia  mí  y  me  dicen: “¿A dónde vas? Vuelve a la pista”. Yo digo “No” y corro sobre el pasadizo de arena. Los caballos están parados  frente  a  una  tienda  que  tiene  remiendos  de  colores.  Entro  a  esta  tienda  y  la muchacha, que ya no tiene el saquito dorado sobre el pecho, sino dos senos pequeños, me grita: “Sal de aquí,  ¿Qué  quieres?”  “Yo  quiero  hablar  contigo”.  “Bueno,  pero  espérame  afuera”.  “no quiero”.  Y  la muchacha me dice que está bien, que me dé vuelta con la cara contra la carpa y la espere a que se acabe de vestir. La lona deja pasar las luces y la parte que me queda delante de los ojos parece un cielo de juguetería. Mientras se  viste,  la muchacha quiere  saber todas las cosas que  yo no  sabría contestar. Yo le digo pequeñas palabras, monosílabos, pero ella insiste. ¿Cómo es mi nombre? Yo no  sé.  Ella  se  ríe  de  todas  mis  respuestas  y  parece  muy  divertida,  pero  a  mi esta  situación  ha comenzado a parecerme molesta. ¿Para qué quiero hablar con ella? Tampoco sé. Quise oírle la voz cuando  la  vi  saltando  sobre  los  caballos.  ¿Te  gusta  mi  voz?  Si.  ¿Pero  quién soy  yo?  Y  tengo  que contestarle: “Hoy decidí vestirme de payaso”. Ahora está frente a mí con unos pantalones verdes y una  blusa  blanca  el  pelo  que  llevaba  atado  a  la  nuca  lo  tiene  suelto sobre  un  hombro.  Sobre  la cama angosta y desordenada hay  una guitarra verde con  las cuerdas hacia abajo. Me  he  sentado en  la  cama  y  he  pasado  los  dedos  sobre  la  madera  y  momentáneamente  se  han  coloreado  de verde. “Yo creía  –Le  digo—que  las guitarras verdes sólo existían en los cuentos”. “Esa guitarra es para dar serenatas, por eso es verde”. La guitarra suena a música encerrada cuando yo la levanto: Le digo que toque algo, pues yo no sé tocar. “Yo tampoco sé”. Ahora he tomado a la muchacha de la mano y hemos salido de la tienda con la guitarra. “Vamos a buscar a alguien que sepa tocar esta guitarra”. Al salir nos hemos cruzado con el director que sigue mirándome muy serio. Quiere que deje la guitarra y me vuelva a la pista. Yo le digo que tengo que encontrar a alguien que sepa tocar la guitarra. “Entre ahí”, me grita empujándome por el pasadizo. Tal vez alguno de los payasos sepa tocar,  por esto  he  entrado  a  la  pista, otra  vez.  La muchacha  está  detrás  de  las cortinas  hablando con  el  director.  Los  payasos  han  traído  unos  cubos  de  agua  y  se  persiguen  tratando  de  mojarse unos a otros. Yo me acerco a uno que tiene unos lentes sin vidrios y le pregunto si é sabe tocar una guitarra  verde.  Cuando  termina  la  farsa  todos  salen  corriendo  y  yo  me  quedo  en  el  centro  de  la pista  con  la  guitarra.  Otra  vez  vienen  los  hombres  de  casacas  rojas  a  sacarme,  pero  yo  me  voy antes y le hago señas a la muchacha para que salgamos de la carpa. Desde afuera la carpa parece un elefante echado. Yo se lo digo y ella me dice que entre y lo diga así desde la pista. En la puerta un  hombre  de  casaca  roja  le  ha  preguntado  a  la  muchacha  para  donde  va.  “El  anda  buscando alguien  que  sepa  tocar  esta  guitarra.  “Cuando  yo  estaba  en  el  colegio  tocaba  algo  de  dulzaina”, dice  el  hombre.  “No  tiene  que  ser  guitarra”.  “Pero  es  que  si  es  alguna  pieza  que  él  quiere  oír yo podría tocarla en una dulzaina. “No, no es ninguna pieza en particular. Cualquier cosa con tal que sea  con  la  guitarra”.  Ella  le  dice  que  volveremos  para  el  final  y  cruzamos  la  calle  había  el  bar. Yo pongo  la  guitarra  sobre  el  mostrador  y  le  pregunto  al  bartender  si  él  conoce  alguien  que  pueda tocarla. El negro dice que no y comienza a servirnos los tragos. Luego se vuelve y grita: “¿Quién de ustedes  sabe  tocar  guitarra?  Aquí  el  payaso  está  buscando  a  uno  que  sepa”.  Todos  han  girado sobre  sus  bancos  para  mirarnos,  pero  nadie  contesta.  La  mujer  que  está  parada  frente  al tocadiscos  echando  monedas  en  la  ranura  habló  sin  levantar  la  vista  de  los  nombres  de  las canciones.  “Sammy  tal  vez  sepa.  El  toca  el  contrabajo  y  canta  en  L-Bar”.  Yo  quiero  saber  dónde está Sammy. “No sé, tal vez en Londres o en Suramérica. Ya no toca en L-Bar. El siempre quiso irse a  Londres  y  seguro  eso  es  lo  que  ha  hecho:  se  ha  ido  a  Londres”.  La  música  ha  silenciado  las últimas  palabras  y  yo  insisto  con  el  bartender.  “Tiene  que  haber  alguien  que  sepa  tocar  esta guitarra”. “Es que le hace falta para un número, ¿o qué?” “Él quiere oír la guitarra. Eso es todo”. La oigo  hablar  con  el  negro  hasta  cuando  comienzo  a  golpear  la  madera  con  el  fondo  duro  de  mi vaso.  La  mujer  ha  venido  a  sentarse  al  lado  mío  y  con  manos  lentas  acaricia  la  guitarra  que  está todavía  sobre  el  mostrador.  “Estoy  segura  que  Sammy  hubiera  podido  hacer  sonar  esto”,  ---  Ha comenzado a decir. “A mí también me gustaría oírla: ya estoy cansada de los mismos discos con las mismas canciones: si, me gustaría oír como suena la música de esta guitarra” y salgo del bar detrás de  las  dos  mujeres.  En  la  puerta  me  ha  detenido  el  grito  del  negro:  “Oye,  payaso,  porqué  no vuelves mas tarde. Tal vez haya alguien que sepa tocar”. Yo quiero decirle que no soy un payaso, que simplemente hoy decidí vestirme de payaso, pero me parece inútil toda explicación y no digo nada. Ya  las mujeres están frente a la carpa cuando el hombre de  la casaca roja está diciéndome que es una lástima que nadie sepa tocar. “Sammy va a tocarla – le digo. Iremos a buscarlo después del  final.  Tienes  que  apurarte.  Ya  el  domador  está  entrando  a  la  jaula  con  sus  leones  y  ustedes tienen  que  estar  en  la  pista  cuando  el  comience.  Cuando  yo  entro,  todos  los  payasos  están corriendo alrededor de la gran jaula mientras el domador hace sonar el látigo y dispara un revolver brillante. Los hombres de las casacas rojas están parados a distancias regulares rodeando la jaula. Como  ellos  no  pueden  moverse.  Yo  paso  a  su  lado  haciéndoles  burla  y  mostrándoles  mi  guitarra verde. El domador ha puesto sus leones sobre banquitos de colores y luego se da vuelta dándoles la  espalda.  Cuando  encienden  el  aro,  yo  tengo  miedo  de  que  se  les  quemen  las  melenas  o  las borlas  del  rabo.  Parece  que  el  domador  piensa  lo mismo,  pues  no  se  decide  a hacerlos  saltar. Yo me acerco y le digo que pueden quemarse sus leones. Por fin sacan el aro de la jaula y el domador recoge  sus  leones  sobre  banquitos  de  colores  y  luego  se  da  vuelta  dándoles  la  espalda.  Cuando encienden el aro yo tengo miedo de que se les quemen las melenas o las borlas del rabo. Parece que el domador piensa lo mismo, pues no se decide a hacerlos saltar. Yo me acerco y le digo que pueden quemarse sus leones. Por fin sacan el aro de la jaula y el domador recoge sus leones y sale con ellos para su tienda. Cuando pasa frente al director, este lo mira con rabia y yo creo que no va a  poder  salir  sonriente  y  con  ademanes  graciosos  esta  vez.  Los  payasos  se  han  agrupado  al  lado mío y el de la nariz morada dice “¿A que no saben por qué la guitarra de éste es verde?” Todos los payasos se agarran la cabeza y dan volteretas como buscando qué decir. El de la nariz morada dice por fin: “Porque no está madura todavía”. Yo me aparto con rabia y les digo: “No, no es por eso; sino porque es para dar serenatas”. Ahora los payasos se ponen furiosos. El de la nariz morada se arranca la nariz y la tira contra el suelo los demás se quitan las pelucas y tiran los zapatones contra las silletas de los palcos y se van todos a buscar al director. Ya no parecen payasos. Sólo yo estoy todavía  vestido  de  payaso  cuando  vienen  a  llamarme  para  irnos  a  buscar  a  Sammy.  En  toda  la carpa no ha quedado un payaso: solamente esos hombres que se limpian de la cara los manchones rojos  y  blancos  y  que  discuten  rabiosamente  con  el  director.  El  hombre  de  la  casaca  roja  se  ha soltado  los  botones  dorados  y  ha  puesto  la  gorra  en  la  silleta  del  portero  y  está  tocando asordinadamente  su  dulzaina.  “No  lo  he  olvidado  todavía”  y  sigue  tocando.  De  pronto  deja  de tocar,  recoge  su  gorra  y  dice:  “Vamos  a  buscar  a  Sammy,  yo  siempre  quise  tocar  la  dulzaina acompañado por una guitarra”. La dulzaina sigue sonando cuando cruzamos la calle y yo comienzo a sentir en mi mano la mano tibia de la muchacha de los caballos.


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