Ernest Hemingway (Allá en MIchigan)
Jim Gilmore llegó a Hortons Bay procedente de Canadá y compró la herrería al
viejo Horton. Era bajo y moreno, con grandes bigotes y manos grandes. Era
bueno poniendo herraduras y no tenía mucho aspecto de herrero ni con el
delantal de cuero puesto. Vivía encima de la herrería y comía en casa de D. J.
Smith.
Liz Coates trabajaba para los Smith. La señora Smith, una mujer muy
corpulenta y de aspecto aseado, decía que Liz era la chica más distinguida que
jamás había visto. Liz tenía buenas piernas y siempre llevaba unos delantales a
cuadros impecables, y Jim se había fijado en que siempre llevaba el pelo bien
arreglado. Le gustaba su cara porque era muy alegre, pero nunca pensaba en
ella.
A Liz le gustaba mucho Jim. Le gustaba su forma de andar cuando venía de la
tienda, y a menudo salía a la puerta de la cocina para verlo alejarse por la
carretera. Le gustaba su bigote. Le gustaba lo blancos que tenía los dientes
cuando sonreía. Le gustaba mucho que no tuviera aspecto de herrero. Le gustaba
lo mucho que les gustaba al señor y a la señora Smith. Un día descubrió que le
gustaba el vello negro que cubría los brazos de Jim y lo pálidos que eran éstos por
encima de la marca de bronceado cuando se lavaba en la palangana fuera de la
casa. Le parecía extraño que le gustaran esas cosas.
Hortons Bay, el pueblo, sólo contaba con cinco casas en la carretera principal
entre Boy ne City y Charlevoix. Además de la tienda de comestibles y la oficina
de correos, que tenía una fachada alta falsa y tal vez un carro enganchado
enfrente, estaba la casa de los Smith, la de los Stroud, la de los Dillworth, la de los
Horton y la de los Van Hoosen. Las casas estaban construidas en un olmedo y la
carretera estaba cubierta de arena. Un poco más arriba estaba la iglesia
metodista y más abajo, en la otra dirección, la escuela municipal. La herrería
estaba pintada de rojo y quedaba frente a la escuela.
Una carretera empinada y cubierta de arena descendía la colina hasta la
bahía atravesando un bosque maderero. Desde la puerta trasera de la casa de los
Smith se alcanzaba a ver más allá de los bosques que descendían hasta el lago, y
la bahía al otro lado. Era muy bonito en primavera y verano, la bahía azul
brillante, y las pequeñas olas espumosas que solían cubrir la superficie del lago
más allá del cabo, creadas por la brisa que llegaba de Charlevoix y del lago
Michigan. Desde la puerta trasera de la casa de los Smith Liz veía cómo las
barcazas que transportaban minerales flotaban en medio del lago en dirección a
Boy ne City. Mientras las miraba no parecían moverse, pero si entraba para secar
unos platos más y volvía a salir, habían desaparecido al otro lado del cabo.
Últimamente Liz pensaba a todas horas en Jim Gilmore, aunque él no parecía
hacerle mucho caso. Hablaba con D. J. Smith de su negocio, del partido
republicano y de James G. Blaine. Por las noches leía The Toledo Blade y el
periódico de Grand Rapids bajo la lámpara de la sala de estar, o iba con D. J.
Smith a la bahía a pescar con un arpón y una linterna. En otoño Jim, Smith y
Charley Wy man metieron en un carro una tienda de campaña, comida, hachas,
sus rifles y dos perros, y fueron a las llanuras de pinos que había más allá de
Vanderbilt para cazar ciervos. Liz y la señora Smith se pasaron los cuatro días
anteriores cocinando para ellos. Liz quería preparar algo especial para que Jim se
lo llevara, pero al final no lo hizo porque no se atrevió a pedir a la señora Smith
los huevos y la harina, y temía que si los compraba ella, la señora Smith la
sorprendiera cocinando. A la señora Smith le habría parecido bien, pero Liz no se
atrevió.
Todo el tiempo que Jim estuvo fuera cazando ciervos, Liz no dejó de pensar
en él. Lo pasó fatal en su ausencia. No dormía bien de tanto pensar en él, y al
mismo tiempo descubrió que era divertido pensar en él. Si se dejaba llevar por la
imaginación era aún mejor. La noche anterior a que volvieran no durmió nada, o
mejor dicho, crey ó no haber dormido, porque todo se mezclaba en un sueño y no
sabía cuándo soñaba que no dormía y cuándo realmente no dormía. Al ver bajar
el carro por la carretera se sintió desfallecer. Estaba impaciente por volver a ver
a Jim y le parecía que en cuanto él estuviera allí todo iría bien. El carro se detuvo
bajo el gran olmo y la señora Smith y Liz salieron a su encuentro. Todos los
hombres tenían barba, y en la parte trasera del carro había tres ciervos con sus
delgadas patas sobresaliendo rígidas por el borde. La señora Smith besó a D. J. y
él la abrazó. Jim dijo « Hola, Liz» , y sonrió. Liz no había sabido qué iba a ocurrir
cuando Jim volviera, pero estaba segura de que ocurriría algo. No ocurrió nada.
Los hombres habían vuelto a casa, eso era todo. Jim tiró de las telas de saco que
cubrían los ciervos y Liz los miró. Uno de ellos era un gran macho. Estaba rígido
y costó mucho sacarlo del carro.
—¿Lo mataste tú, Jim? —preguntó.
—Sí. ¿No es una maravilla? —Jim se lo cargó a la espalda para llevarlo a la
caseta donde ahumaban la carne y el pescado.
Esa noche Charley Wy man se quedó a cenar en casa de los Smith porque era
demasiado tarde para volver a Charlevoix. Los hombres se lavaron y esperaron
la cena en la sala de estar.
—¿No queda nada en esa garrafa, Jimmy ? —preguntó D. J. Smith, y Jim fue
al cobertizo donde habían guardado el carro en busca de la garrafa de whisky que
se habían llevado a la cacería.
Era una garrafa de quince litros y todavía se agitaba bastante líquido en el
fondo. Jim echó un buen trago mientras regresaba a la casa. Costaba levantar una
garrafa tan grande para beber de ella, y se derramó algo de whisky por la
pechera de la camisa. Los dos hombres rieron al ver a Jim entrar con la garrafa.
D. J. Smith pidió vasos y Liz los trajo. D. J. sirvió tres tragos generosos.
—Vamos, D. J., éste por el que te miraba —dijo Charley Wy man.
—Ese maldito macho enorme, Jimmy —dijo D. J.
—Éste por todos los que dejamos escapar, D. J. —dijo Jim, y se bebió el
whisky de un trago.
—Sabe bien a un hombre.
—No hay nada como esto en esta época del año para los achaques.
—¿Qué tal otra, chicos?
—Hecho, D. J.
—De un trago, chicos.
—Éste por el año que viene.
Jim empezaba a sentirse muy a gusto. Le encantaba el sabor del whisky, su
textura. Se alegraba de haber vuelto y tener de nuevo una cama cómoda, comida
caliente y la herrería. Se bebió otro vaso. Los hombres fueron a cenar muy
animados, pero comportándose de forma respetable. Liz se sentó a la mesa
después de servir la comida y cenó con la familia. La cena estaba buena y los
hombres comieron muy serios. Después de cenar volvieron a la sala de estar
mientras Liz recogía la cocina con la señora Smith. Luego la señora Smith fue al
piso de arriba y poco después Smith la siguió. Jim y Charley seguían en la sala de
estar. Liz estaba sentada en la cocina junto al fogón, fingiendo que leía un libro y
pensando en Jim. No quería irse aún a la cama porque sabía que Jim se
marcharía pronto y quería verlo salir para poder llevarse esa imagen a la cama.
Pensaba en Jim muy concentrada cuando éste salió de pronto. Tenía los ojos
brillantes y el pelo un poco alborotado. Liz bajó la vista hacia su libro. Jim se
acercó a ella por detrás y se detuvo, y ella lo oy ó respirar hasta que, de pronto, la
rodeó con los brazos. Ella notó cómo los pechos se le ponían rígidos y turgentes, y
los pezones erectos bajo las manos de Jim. Estaba terriblemente asustada, nunca
la había tocado nadie, pero pensó: « Por fin ha venido a mí. Ha venido de
verdad» .
Se mantuvo rígida porque estaba muy asustada y no sabía qué hacer, y
entonces Jim la apretó con fuerza contra la silla y la besó. Fue una sensación tan
brusca, intensa y dolorosa que ella crey ó no poder soportarla. Sentía a Jim a
través del respaldo de la silla y no podía soportarlo, pero de pronto algo dentro de
ella cambió, y la sensación se volvió más agradable y más suave. Jim la sujetaba
con fuerza contra la silla, pero ahora ella quería.
—Vamos a dar un paseo —susurró Jim.
Liz descolgó su abrigo del perchero de la pared de la cocina y salieron. Jim la
rodeaba con el brazo, y cada pocos pasos se paraban y se apretaban el uno
contra el otro, y Jim la besaba. No había luna y caminaron por la carretera con
la arena llegándoles hasta los tobillos, pasando entre los árboles en dirección al
embarcadero y el almacén que había en la bahía. El agua lamía los pilares y
todo estaba oscuro más allá de la bahía. Hacía frío, pero Liz estaba toda
acalorada por estar con Jim. Se sentaron al abrigo del almacén y Jim la atrajo
hacia sí. Ella estaba asustada. Una mano de Jim se había deslizado por debajo de
su vestido y le acariciaba el pecho; la otra la tenía en el regazo. Ella estaba muy
asustada y no sabía qué iba a hacerle Jim, pero se acurrucó contra él. Entonces la
mano que le había parecido tan grande en el regazo se levantó y se trasladó hasta
su muslo, y empezó a deslizarse hacia arriba.
—No, Jim —dijo Liz.
Jim siguió deslizando la mano hacia arriba.
—No debes, Jim. No.
Ni Jim ni su mano grande le hicieron caso.
Los tablones eran duros. Jim le había levantado el vestido y trataba de hacerle
algo. Ella estaba asustada, pero quería que él siguiera. Quería, pero tenía miedo.
—No debes hacerlo, Jim. No debes.
—Tengo que hacerlo. Voy a hacerlo. Tenemos que hacerlo y lo sabes.
—No, no debemos, Jim. No tenemos que hacerlo. Esto no está bien. Es tan
grande y me duele tanto. Oh, Jim. ¡Oh!
Los tablones de madera de cicuta del embarcadero eran duros, y estaban
fríos y astillados, y Jim pesaba mucho encima de ella y le había hecho daño.
Estaba tan incómoda y aplastada que lo empujó. Jim se había quedado dormido.
No se movía. Ella salió de debajo de él y se sentó, se estiró la falda y el abrigo, y
trató de arreglarse el pelo. Jim dormía con la boca ligeramente abierta. Se inclinó
sobre él y le besó en la mejilla. Él siguió durmiendo. Le levantó un poco la
cabeza y se la sacudió. Él la dejó caer y tragó saliva. Liz se echó a llorar. Se
acercó al borde del embarcadero y miró el agua. De la bahía se levantaba
niebla. Tenía frío y se sentía desgraciada, todo parecía haberse desvanecido.
Regresó al lado de Jim y volvió a zarandearlo para estar segura.
—Jim —dijo llorando—. Por favor, Jim.
Jim se movió y se acurrucó un poco más. Liz se quitó el abrigo y,
agachándose, lo tapó con él. Lo arropó con esmero y cuidado. Luego cruzó el
embarcadero, subió por la carretera empinada y cubierta de arena, y se fue a la
cama. Una fría niebla llegaba de la bahía a través del bosque.