Sólo Quiero que Usted me Escuche (Crónicas del Desplazamiento y el Conflicto Armado Colombiano)

¿Cuál es tu voz?


“Sólo quiero que usted me escuche” es la consigna de múltiples voces apagadas o invisibilizadas en nuestro territorio colombiano, no sólo por la confrontación del conflicto armado, también por la imperceptible sordera que cada uno de nosotros instala en su ser, bien como defensa o como respuesta a la voraz dinámica del día tras día.


“Sólo quiero que usted me escuche” pone en la voz de algunos cronistas pedazos de vida de hombres y mujeres que necesitan ser visibles, por sus cantos de aves solitarias, en un Oriente ávido de comunicación y de solidaridad, que permita ejercicios hermenéuticos de reconocimiento del otro como sujeto social y político, con capacidad de análisis y decisión frente a sí mismo, su entorno y el desarrollo local. Entendiendo que el desarrollo lo hacemos entre todos y que la comunicación, principio de la vida humana, es el principio de la vida social.

“Sólo quiero que usted me escuche” posibilita circular sentidos diversos, producidos en el Oriente antioqueño y la subregión Porce Nus, que arranca asombro, análisis, preguntas, rabia, reflexión, más conocimiento útil. Es otra manera alterna de escucharnos y de escuchar a las comunidades, de aprender a entender y comprender a la gente en su contexto sociocultural. Es posibilitar que los seres humanos podamos manifestarnos, expresarnos.


“Sólo quiero que usted me escuche”.


¡Ahora te escuchamos!


GLADYS AUXILIO TORO BEDOYA
Directora de Relacionamiento y Comunicaciones
PRODEPAZ
(
Corporación Programa Desarrollo para la Paz)







DEL ABANDONO DE LA ESPERANZA A SU RESIGNIFICACIÓN
Por WILFER ZULUAGA MARTíNEZ


“La violencia no consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las personas, en hacerlas desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en hacerlas traicionar, no sólo compromisos sino su propia sustancia; en la obligación de llevar a cabo actos que destruirán toda posibilidad de acto”


                                                        (Emmanuelle Levinas)




Nota: Historia de vida basada en los hechos reales contados por los protagonistas en entrevista realizada el 17 de marzo de 2004. Los nombres han sido cambiados para preservar su identidad.


Eran las cuatro de la madrugada cuando el reloj despertador anunciaba el inicio de una gran jornada para el día que iba a comenzar. Era un viernes 11 de septiembre, según recuerdan, día en que la familia compuesta por José, Amanda y sus seis hijos se preparaban para enfrentar el arduo trabajo que se requería cada inicio de fin de semana y que tenía como objetivo la producción de la panela que comúnmente sacaban al mercado los días sábado. Una producción que era elaborada en el entable que, con esmero y dedicación, José había adecuado con el fin de garantizar el sustento económico familiar; tanto así que, unos meses antes, había decidido comprar un motor más potente en procura de que la panela se elaborara de manera más ágil, permitiendo que al caer la tarde las pacas de su producto estuvieran terminadas y listas para ser vendidas al día siguiente. Este entable era considerado por el progenitor como la gallinita de los huevos de oro, debido a que por medio de él había logrado subsistir, dar estudio a sus hijos y realizar mejoras a su casa. Un trabajo rentable que incluso le permitía contar con cuatro trabajadores que le colaboraban en el sostenimiento de la finca, la cual demandaba por lo regular, una buena semana de trabajo en administrarla.


Su casa se encontraba estratégicamente construida a unos cinco minutos de una de las autopistas que atraviesa el Departamento, ubicada junto a una fonda llamada El Amañadero y era característica entre aproximadamente otras 15 casas que la circundaban. Completamente revocada, de color blanco y con zócalo azul hacía honor a la vereda en la que se encontraba ubicada: La Esperanza. La sombra de dos curazaos altos cubría el corredor de la casa que estaba engalanado con una gran variedad de flores y en el que se había construido un pasamanos de adobe que sería el cómplice de las anécdotas e historias que se contaban en familia.


Una finca, una casa, un entable que representaban el esfuerzo y trabajo de muchos años en los que José se dispuso a hacer de su terruño el lugar más alegre y prometedor para él y su familia. De haber iniciado una década antes con una casa en lamentables condiciones, había pasado a contar con unas seis hectáreas de tierra, en su mayoría con cultivos de caña de azúcar; un terreno más pequeño era destinado como potrero y a sembrados de maíz, fríjol, yuca, plátano e incluso cacao; también había construido un pequeño estanque dedicado al sostenimiento de unos cuantos peces y un galpón que albergaba una buena cantidad de gallinas; el entable lo había mejorado considerablemente y su casa presentaba un aspecto tan agradable y peculiar que en la familia no era extraño escuchar los comentarios que los vecinos y visitantes realizaban de tan hermosa construcción.


José con su familia consideraba mantener una vida de reyes: “no había quien nos molestara, teníamos todo a nuestro alcance...vivíamos felices”. La semana para ellos transcurría de la manera más tranquila y serena: de lunes a jueves, a eso de las cinco y media de la mañana, el gallo del galpón era el encargado de anunciar el inicio de un nuevo día. Amanda, quién para la fecha ya esperaba su séptimo hijo, era la encargada de levantarse a encarar los oficios de la casa y se disponía a despachar sus cinco hijos mayores para la escuela. Durante el día realizaba la adecuación, el aseo de la casa y preparaba los alimentos para la familia y los trabajadores que estaban a cargo de José.


Él, por su parte, con sus cuatro trabajadores, se encargaba del mantenimiento de los sembrados, el corte, la recolección y arrume de la caña en el entable, procurando que el día viernes todo estuviera dispuesto para una efectiva producción de panela. A los niños les correspondía, después de la escuela, ayudar en el cultivo y el entable, que más que un trabajo era la manera como se divertían y contribuían para que el sueño familiar se hiciera toda una realidad.


El momento cumbre del día se daba en las horas de la noche cuando todo el grupo familiar se reunía en el corredor, se sentaban en el pasamanos y, mientras comían su último alimento, recordaban los sucesos y anécdotas que la jornada les había dejado, era común que los niños se deleitaran oyendo los mitos, leyendas e historias que sus padres les narraban. Por último, se dirigían oraciones al cielo, agradeciendo a la Providencia lo que les había permitido vivenciar y se pedía la bendición para el nuevo día.


Todos los viernes se iniciaban labores a las cuatro de la madrugada, el reloj indicaba que las tareas debían comenzar. José iniciaba moliendo la caña de azúcar y recogiendo el guarapo en los recipientes destinados para tal fin. A eso de las seis, Amanda era la encargada de encender los hornos donde se cocinaba el guarapo hasta que se convirtiera en miel, mientras que sus hijos mayores se encargaban de la mezcla hasta que tuviera el punto que deseaban. Los demás hijos se encargaban de vaciar la mezcla en los moldes y, después de que reposara lo suficiente, empacar la panela en las respectivas bolsas y así dejar listo el producto para el día siguiente. Para la familia cada paca de panela era la suma de sus esfuerzos, representaba el fruto del sacrificio de muchos años y el anhelo por hacer de sus sueños una realidad, conseguir lo planeado, alcanzar lo propuesto, vivir mucho mejor... era su pasado, su presente y su futuro.


Los sábados muy temprano llegaba el camión hasta El Amañadero a recoger la carga para ser llevada al mercado en pleno parque principal. Después de charlas y múltiples ofertas, la producción era vendida como se esperaba y en la tarde José, después de realizar las compras, regresaba a casa con la provisión de la semana. El domingo era día de descanso, los planes incluían bajar todos al pueblo a visitar familiares, comprar helados a los niños y hasta realizar un sancocho a orillas del río mientras se divertían y jugaban en un ambiente muy familiar. Entre los sueños que José y Amanda albergaban estaba el de tirarle un segundo piso a la casa, que cada uno de los hijos manejara su propio pedazo de tierra y lo administrara como bien le pareciera. Ante la rentabilidad que el negocio estaba presentando se empezaron a establecer contactos para comprar más tierra, extender sus sembrados de caña de azúcar y lograr producir panela en mayores cantidades. Nunca habían pensado en la necesidad de que sus hijos salieran de La Esperanza y estudiaran más que el bachillerato, finalmente, “todo lo tenían ahí para estar bien”.


Todo esto pasaba por la mente de José y de Amanda aquel 11 de septiembre, cuando de una forma poco comprensible, inesperada e injusta, fueron advertidos de la necesidad que tenían de huir si querían conservar sus vidas y la de toda su familia. Enfrente de ellos estaba todo lo que habían logrado construir en tantos años, ¿cómo era posible que por alguien que no conociera de sus esfuerzos y luchas, tuvieran que dejarlo todo? Si cada rincón de la casa, cada caña de azúcar o el motor del entable representaban el sacrificio de muchos años, ¿cómo llegaban a decirles que se llevaran lo más necesario y lo demás lo dejaran ahí? Si la vereda, la finca y el negocio les habían proporcionado estabilidad por tantos años ¿cómo era posible que de manera tan arbitraria los obligaran a abandonar La Esperanza y, con eso, sus esperanzas?






Días antes no se habían presentado manifestaciones que alertaran sobre lo que acontecería y la jornada transcurría en completa normalidad. Como de costumbre José ya tenía una buena cantidad de caña molida y Amanda había encendido los hornos para cocinar el guarapo. A eso de las siete de la mañana un joven de la vereda llegó al entable donde estaba laborando la familia, su aspecto reflejaba la presencia latente de la misma muerte: su rostro pálido, más que el color de la casa, con las manos temblorosas y su voz entrecortada les anunció la muerte de siete personas a manos de un grupo armado a unos cuantos minutos de donde se encontraban. Notificó cómo todos los habitantes de La Esperanza se estaban conglomerando en la autopista, partiendo para el casco urbano del municipio y la importancia de que ellos hicieran lo mismo si no querían ser los próximos en ser asesinados. Ante dicha sentencia José y Amanda, quienes se encontraban completamente impresionados por lo que estaba pasando, de manera rápida organizaron la salida hacia la autopista buscando la protección de su familia, pese al dolor que les embargaba tener que dejarlo todo.


En la autopista encontraron una gran cantidad de campesinos que, como ellos, huían de sus tierras sin tener claro el por qué de los acontecimientos y mucho menos del futuro que les esperaba. Se embarcaron en uno de los camiones que había sido enviado por la Administración Municipal y emprendieron su recorrido hasta el casco urbano del municipio. Allí, mientras sus conocidos se instalaron en albergues provisionales, ellos decidieron alojarse en la casa de una de las hermanas de Amanda.

Esa noche José, Amanda y sus hijos sentían la agonía generada por el abandono de La Esperanza, la finca, la casa, el entable… Esa noche ya no se contemplaban los curazaos, el pasamanos no escuchó las historias y anécdotas y a la fonda El Amañadero tan sólo le quedaba el nombre. Entre tanto José, agobiado por el viaje, desalentado por todo lo que había vivido ese día y abrumado por la incertidumbre intentaba conciliar el sueño, reconociendo que se había constituido en alguien en lo que nunca pensó convertirse: un desplazado.



El sobrevuelo de naves militares, periodistas, medios de comunicación y ayudas humanitarias fueron las manifestaciones que ese día más se vieron en la población. Sin embargo, ninguna de ellas aplacaba la incertidumbre y desesperanza que gobernaba a las 200 familias que fueron desplazadas desde sus tierras y parcelas, ninguna de ellas aminoraba la ruptura generada en la historia de una familia que mantenía vínculos con La Esperanza, con la casa blanca de zócalos azules, el entable, dos curazaos y un pasamanos.


Frente a esta nueva realidad José se vio en la necesidad de ubicarse en algún trabajo que le posibilitara garantizar el sustento de su familia. En su mente estaba muy claro que la ayuda como desplazado sólo sería por tres meses, que no podía esperar simplemente que los demás hicieran algo por él, que toda su vida había trabajado arduamente como para quedarse con sus manos cruzadas. Fue así como a las dos semanas, extrañando aún su machete y azadón, empuñó en sus manos una motosierra con la que emprendió el corte de madera en diferentes zonas del Oriente antioqueño. Lo que más le afectaba de este trabajo era el hecho de dejar toda la semana a su familia en la población, mientras él se internaba con personas que apenas conocía en alguna pinera. Extrañaba su entable, su motor, el trabajo en familia, los encuentros de cada noche.


A Amanda, por su parte, le tocó tomar las riendas de la familia mientras su esposo se encontraba por fuera; además, comenzó a trabajar en un restaurante escolar procurando de alguna manera seguir apoyando a José en el sostenimiento de su familia, como siempre lo había hecho. La añoranza de habitar nuevamente lo que les pertenecía los movía constantemente a la espera de que se generarían las posibilidades de regresar a su terruño. Cerca de cinco meses estuvieron atentos a las posibilidades de retornar a la vereda y cuando las condiciones se dieron decidieron regresar, en su intento por no dejar esfumar tan rápidamente el esfuerzo y los ideales que en ella se mantenían. Intentaron reanudar lo que cotidianamente realizaban, volver a ser los mismos, continuar alcanzando los sueños que se habían visto postergados, revivir las añoradas actividades que habían sido alteradas. Lamentablemente comprobaron que era muy difícil, por no decir imposible, conseguirlo.


En su regreso se encontraron con personas demasiado extrañas; en las noches el miedo se encargaba de despertarlos y cada ruido despertaba alarmas en toda la familia; además, se presentaron una serie de acontecimientos y encuentros que José prefiere no recordar y mucho menos mencionar. Lo cierto es que con el dolor en el alma, reconociendo que allí ya no había Esperanza que habitar ni sueño que alcanzar, decidieron partir nuevamente al casco urbano del municipio y reiniciar las labores que habían desarrollado durante los últimos meses. Una serie de acontecimientos acabaría por nublar aún más el escenario de zozobra que se mantenía: las masacres regresaron, pero ya no se cometían en las parcelas de los campesinos sino que los mismos albergues fueron blancos de ataque y varias personas empezaron a ser asesinadas de la manera más incomprensible y absurda. José y su familia se estremecían ante la noticia de que algún pariente, conocido o vecino, había sido la nueva víctima en una guerra que aún desconocían. Lo que más los inquietó y atemorizó fue la notificación, durante un paro armado que se estaba presentando, de que en cada familia se iniciaría un reclutamiento de jóvenes para que hicieran parte de un grupo armado. Ante esta notificación, los hijos mayores de José entraban entre los aptos para ser reclutados, así que lo único que quedaba era salir del municipio como fuera.


Amanda, quien se preocupaba ante todo por el futuro de sus hijos, después de recoger una carta en la Personería de aquel municipio, abordó el transporte con sus siete hijos y partió con rumbo desconocido a encontrarse con el progenitor que los esperaba en el municipio donde laboraba cortando madera. Una vez llegaron al municipio se presentaron en la Personería a solicitar apoyo para afrontar su situación. Se instalaron en un albergue, prácticamente sin ninguna pertenencia, con el consuelo de que al menos habían podido salvar sus vidas y con el deseo de construir un mejor futuro.


José consideraba que el abandono de La Esperanza los marcaría por un tiempo considerable pero era necesario reorientar sus esperanzas a las posibilidades que el nuevo territorio les ofrecía, sin embargo, no se podía desconocer que el nuevo comienzo sería duro para ellos ante las dificultades que un lugar completamente desconocido les generaba, acostumbrarse al nuevo estilo de vida y la incertidumbre de lo que el destino les traería. Y es que era nostálgico recordar que en la finca casi todos tenían su habitación, mientras que en el albergue compartían una sola, los dos curazaos no estaban, en cambio aparecía una gran avenida de asfalto; ya no los despertaba el gallo del galpón, sino que era cualquier
automóvil o camión el encargado de hacerlo, las seis hectáreas de tierra propias para trabajar ya no estaban, sólo se encontraba un pequeño patio de cemento donde a duras penas entraba el sol, mientras que en la finca lo tenían todo para subsistir, sus únicas pertenencias eran las donadas por instituciones como ayuda humanitaria, de empuñar el azadón y el machete había pasado a manejar una motosierra; de cortar, arrumar sus cañas de azúcar y molerlas en el entable, ahora destinaba sus esfuerzos en el corte y arrume de una madera que ni era suya; y el pasamanos de adobe... Pero con tesón y esfuerzo decidieron encarar el presente, tratando de olvidar un poco lo que ya no se tenía, al fin y al cabo estaban todos juntos, en familia como siempre lo habían hecho. Posiblemente nunca volverían a habitar La Esperanza pero ahora se esforzaban para que la esperanza los habitara y cada uno de ellos la representaba.



Con esta decisión José y Amanda desafiaron su realidad con el firme propósito de alcanzar sus metas e ideales, con ánimo y entrega empezaron a lograr muchos de esos propósitos que se hicieron después del destierro.


José, después de trabajar bastante tiempo en el corte de madera como empleado de varios patrones logró independizarse, compró su propia motosierra y con el negocio de corte y venta de madera empezó a montar su empresa. Amanda, que estando en el albergue dio a luz a su octavo hijo, se convirtió en la administradora de las instalaciones y en la mano derecha de la Administración Municipal. Llevaba ante la Personería las carencias que se presentaban en el albergue, apoyaba a los que llegaban desplazados, se encargaba de ubicarlos e incluso de entregarles las ayudas. Un trabajo realizado con la mayor diligencia, pese a lo difícil que muchas veces podía resultar, pues ella misma era consciente de lo que significaba afrontar tan dura situación. Procuraba animar a los que llegaban al albergue, hacerlos sentir bien y motivarlos para que continuaran su lucha frente a la vida, a su presente y porvenir.


En medio de las tareas que ahora ocupan a José y Amanda se les ve con una renovada esperanza por un futuro mejor, manifiestan no sentir ningún rencor por quienes les hicieron abandonar su casa, tierra y entable, y agradecen a Dios por las fuerzas que han logrado mantener pese a las adversidades. Reconocen, sin embargo, que en la condición de desplazados “se lleva un dolor por dentro, una fatiga que a pesar de las ayudas, no se olvida”.


Aún conservan ilusiones, anhelos, sueños por alcanzar; quieren ver convertidos a sus hijos en todos unos profesionales y se esfuerzan para que ellos lo puedan lograr. José tiene planes de comprar otra motosierra y si es posible darle trabajo a quienes llegan como desplazados, al menos mientras se logran ubicar. Sus mayores sueños son tener una casa propia, posiblemente de color blanco y con zócalos
azules, con la sombra de dos curazaos altos que cubran el corredor de la casa, que se engalane con una gran variedad de flores y se pueda construir un pasamanos de adobe.


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